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Stranger Things puede considerarse como una de las series más exitosas de los últimos años. Tanto es así, que, a las pocas semanas de su aparición en Netflix, los espectadores y la crítica ya la calificaban de «culto». La serie creada por los hermanos Duffer se apoya, ante todo, en un «efecto nostalgia»: la historia se desarrolla, de hecho, en el pueblo ficticio de Hawkins (Indiana), en plena década de los 80, recreado con gran atención al aspecto de los personajes, la reconstrucción de los ambientes y una banda sonora que mezcla éxitos de la época con música compuesta ad hoc, y que contribuye a la atmósfera sutilmente perturbadora que impregna gran parte de la serie. El aire vintage es, sin duda, uno de los ingredientes que ha hecho que la serie triunfe entre los espectadores que eran adolescentes en la época en la que está ambientada la serie. Tiene el mérito de haber sabido dirigirse a un público transversal, reuniendo a padres e hijos ante la pantalla y satisfaciendo las expectativas de ambos con una hábil mezcla de géneros (ciencia ficción, terror, drama adolescente, comedia) y con un reparto que abarca tres grupos de edad. Los protagonistas son, de hecho, un grupo de chicos pre adolescentes. A ellos se unen sus hermanos mayores, que están a caballo entre la infancia y la edad adulta, y sus padres que, en parte permanecen al margen de la trama y en parte (y hablamos de la madre soltera Joyce y del policía Jim Hopper) se ven desbordados por ella.
“Una carta de amor a los clásicos de los 80 que cautivaron a una generación». Así han definido los hermanos Duffer su cómic televisivo, que rinde homenaje a muchos iconos pop de la época: desde los clásicos de Steven Spielberg (los protagonistas montando en bicicleta son una referencia evidente a E.T.) y John Carpenter, hasta las novelas de Stephen King, pasando por el homenaje al juego de fantasía Dungeons & Dragons o las canciones de los Clash y Duran Duran. El ambiente de época, que por un lado despierta la nostalgia de los que vivieron aquellos años, y por otro, fascina a las nuevas generaciones con la reconstrucción casi perfecta de un mundo tan cercano y tan irremediablemente lejano, es el telón de fondo ideal para lo que es, sobre todo, una historia de amistad: más allá de las atmósferas oscuras y de las criaturas monstruosas que provienen de una dimensión que no tiene nada de espiritual ni de otro mundo, sino que es, según una idea sencilla y a la vez aterradora, la copia en negativo (oscura, fría, tenebrosa) del mundo real, más allá de las escenas llenas de adrenalina y de las referencias a la Guerra Fría, Stranger Things trata de la amistad. Amistad que une a los cuatro jóvenes protagonistas (Will, Mike, Dustin y Lucas) al principio de la historia; amistad que, más allá de la desconfianza inicial, acaba integrando en el grupo a Eleven, la niña con poderes extraordinarios escapada de un laboratorio secreto; amistad que, incluso antes de una hipotética declinación romántica y sentimental, une a Joyce con Hopper. Y fue precisamente la ambientación ochentera la que permitió a los creadores escenificar una amistad fuerte e incondicional, que hoy, en un mundo dominado por Internet y los smartphones, parece cada vez más rara.
Al tema fundamental de la amistad se suman otros muchos: desde las dificultades para crecer y encontrar el propio lugar en el mundo (no por casualidad, los protagonistas -a excepción de Nancy, la hermana de Mike, que es cool tanto en la vestimenta como en el comportamiento- son todos unos empollones (léase «nerds»), que sólo consiguen sobrevivir en el día a día gracias al apoyo mutuo y a una gran sed de aventuras), hasta los miedos de los padres que ven crecer a sus hijos y los ven alejarse en un mundo dominado por peligros tanto más temibles cuanto más indefinidos son.
En definitiva, a pesar de su aparente apariencia desenfadada que responde, ante todo, a la lógica del entretenimiento, Stranger Things no es en absoluto un producto superficial ni pobre en contenido. Todo lo contrario. Lo que llama la atención, y lo que queda, es precisamente la fusión perfecta entre una película de terror de ciencia-ficción que hace de lo «ya visto» y las citaciones sus puntos fuertes, un drama que no evita temas potencialmente complejos (las dificultades de una madre soltera, el miedo a no ser aceptado y querido por ser diferente) y elementos ligeros propios de una comedia adolescencial (primeros amores, pequeñas escaramuzas sentimentales, dinámicas de grupo…). Todo mezclado en una receta que puede no ser innovadora, pero que funciona. Y muy bien.
La nueva temporada (4) comienza entrelazando tres líneas argumentales diferentes, que luego se subdividen aún más a medida que avanzan los episodios: en la primera, una nueva criatura monstruosa del inframundo amenaza el pueblo de Hawkins y a sus habitantes, desquitándose con algunos adolescentes problemáticos en particular; en la segunda, Will, Jonathan y Eleven se están acostumbrando a su nueva vida en California, aunque ésta última lucha por integrarse y aceptar su nueva normalidad, privada de los poderes que la hacían “especial”; finalmente, en la tercera, Joyce y Murray parten hacia Alaska, siguiendo el rastro de Hopper, que podría seguir vivo.
La presencia de tantas líneas argumentales que avanzan en paralelo y luego se cruzan hace que esta cuarta temporada sea muy viva y variada (de hecho, después de una tercera considerada por muchos como decepcionante, ésta está gozando de un amplio éxito de público y crítica). La serie sigue mezclando hábilmente comedia, ciencia ficción y thriller, en una mezcla que constituye su rasgo distintivo y que ha contribuido a hacerla única en el panorama televisivo. Sin embargo, sí hay que decir que los nuevos episodios insisten mucho más que los anteriores en el componente de miedo/horror, un elemento que los hace inadecuados para los espectadores más jóvenes e impresionables.
Partiendo de una serie que tenía como uno de sus rasgos característicos, -más allá de las citaciones y el efecto nostálgico- , el hecho de tener niños como protagonistas, Stranger Things ha tenido que lidiar poco a poco con el ineludible crecimiento de los intérpretes y, en consecuencia, de los personajes principales. Lo ha hecho de la mejor manera posible, sin distorsionarlos (Will, Mike, Dustin… y la propia Eleven siguen siendo unos outsiders), pero enfrentándose a nuevos retos, típicos del crecimiento (la transición de la escuela secundaria a la preparatoria, las dificultades de mudarse a una nueva ciudad, la elección conflictiva entre los viejos y los nuevos amigos, el reto entre seguir siendo fiel a uno mismo o pretender ser «cool» para ser aceptado…). Por eso, los protagonistas siguen siendo creíbles y el público está deseando verlos de nuevo en primera línea luchando contra monstruos y batallas donde su diversidad volverá a ser su punto fuerte.
Cassandra Albani
Temas de debate
• Una red de amigos verdaderos y sinceros, siempre presentes en momentos de necesidad;
• Las dificultades de convertirse en adulto (el deseo de emancipación de Nancy, la carga de responsabilidad de Jonathan…);
• El talento y el coraje de un grupo de forasteros.