Casi diez años después del final de la serie original, HBO Max vuelve con un reboot. Los tiempos han cambiado y la serie se adapta a un contexto cultural y social diferente, dominado por las redes sociales y los influencers. Sin embargo, los guionistas no logran el equilibrio adecuado entre lo viejo y lo nuevo, entregando un producto pobre que es aún más diseducativo que el original.
Si el original se apoyaba en una buena escritura y estética, es difícil destacar algo positivo del reboot. Los autores se mueven en un imaginario más cercano a las generaciones actuales, diversifican los personajes, por etnia y sexualidad, y hacen uso de los elementos estéticos que hicieron la fortuna del original: las localizaciones, la moda, los decorados o la fotografía. Sin embargo, en conjunto, crean una serie construida sobre la ausencia que merecería el subtítulo de «mucho ruido y pocas nueces».
En primer lugar, falta el componente de misterio: la identidad de GG se desvela en el primer episodio, adopta los contornos de un perfil de Instagram, gestionado por personajes cuyas motivaciones y acciones son en sí mismas cuestionables. Al espectador, situado en una posición ventajosa respecto a los personajes, se le pide que suspenda aún más la incredulidad para aceptar que todo lo que era posible en 2007 con un blog anónimo, es fácilmente replicable hoy en día a través de un perfil social. A una premisa ya de por sí débil se le añade un cruce narrativo demasiado frívolo, unos personajes carentes de profundidad y de calado psicológico, que son pálidas imitaciones de los originales: Julien, hija de un productor musical, es una conocida influencer cuya existencia se basa en la difusa frontera entre lo que es y lo que quiere aparentar; Zoya, que ha llegado a Nueva York a instancias de su hermanastra Julien, se muestra ajena al grupo por lo que busca espacio y aceptación; Luna y Monet, despreciables P.R. interesadas en el beneficio, sirven para crear desorden y alboroto; Obie, un aristócrata, obsesionado con la justicia social, es el objeto de disputa entre Julien y Zoya; Audrey, una moderna Blair, aburrida de su relación con Aki -el sustituto de Nate- recupera el interés cuando su aventura monógama se convierte en un trío en el que también participa Max, pansexual, narcisista y pesimista, que creció con dos padres, ahora a punto de divorciarse.
Al no comprometerse con las historias, los autores no tienen más remedio que abundar en los elementos típicos de un género que cada vez parece menos adolescente y mucho más pornográfico: abuso de drogas y alcohol, relaciones casuales, tríos -incluso en lugares sagrados- relaciones entre alumnos y profesores, escenas de desnudos. Los protagonistas carecen de equilibrio y puntos fijos, con adultos que ciertamente no destacan como modelos de conducta. Al espectador sólo le queda la amargura de estar ante otro producto televisivo que quiere hacer ver a los jóvenes que están solos, resignados a la idea de moverse en una sociedad donde todo y lo contrario de todo es válido y donde ya no hay ningún tipo de valor que conservar.
Marianna Ninni
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