Tanto el libro como la serie recibieron elogios por parte de la crítica. La nueva vida de Toby es la típica historia nacida de una matriz narrativa judía (intelectual, liberal, neoyorquina) y quiere explorar las relaciones humanas – en su fragilidad – de una generación específica, la de los cuarenta años. En el centro de la historia está Toby Fleishman, un médico de cuarenta años casado con Rachel, agente teatral. Tienen dos hijos, una vida cómoda en el Upper East Side (escuelas privadas, niños no acostumbrados a tomar transporte público, etc.) y una relación impregnada de los clichés típicos de su estatus social. Se quieren, pero su relación parece viajar en categorías – de pensamiento y emocionales – diferentes. Todo cambia cuando, poco después de decidir divorciarse, Rachel desaparece dejando a Toby a cargo de los dos hijos. Éste tiene que lidiar con aplicaciones de citas (para buscar nuevas relaciones) y la crianza de los hijos.
En su ayuda, al menos desde el punto de vista moral, acuden dos amigos de la universidad: Libby, que tiene su propia familia y se ha mudado fuera de Nueva York, y Seth, un joven profesional. Los dos amigos representan dos opciones existenciales opuestas, aunque ninguno de los dos parece estar satisfecho existencialmente en su propia condición. La serie quiere investigar (y lo hace puntual y eficazmente) un nicho, es decir, el de los cuarentones adinerados neoyorquinos, concretamente arrojando luz sobre las expectativas que la sociedad tiene hacia ellos. Con la típica verborrea judía (brillante, pero tiene que gustar), se abordan los deseos de unos y otros, de lo mucho que se ha conseguido, de lo mucho a lo que se ha tenido que renunciar y del modelo que se ha intentado seguir.
La nueva vida de Toby es una serie que se basa en dos pilares: los personajes y el guión. Estas son las matrices de la narración y, como ya ocurría en el libro en el que se basa la serie, son los dos elementos más valiosos de la misma. La escritura es brillante, con un tono autocrítico agudo y constante. Mérito de la guionista (autora también de la novela en la que se basa la serie), una periodista del New York Times conocida por sus retratos. Todo lo demás es construcción de personajes, en su tridimensionalidad y facetas emocionales. Especialmente interesantes en este sentido son los personajes secundarios, en particular el personaje de Libby. Gracias también a la habilidad de la actriz que la interpreta (Lizzy Caplan), Libby se encarga de verbalizar uno de los temas y puntos centrales de la historia. En un momento de desahogo/confesión a Toby, Libby dice, en efecto, que lo que le falta es deseo, que ya no desea. Su vida se ha aplanado y se ha vuelto monótona y vacía -a pesar de que tiene una casa preciosa, dos hijos y un marido que la quiere- porque ha olvidado el deseo, es decir, el impulso interior, el dinamismo. Lo que le hace infeliz no son las cosas que le rodean, que son insuficientes o estériles, sino su falta de plenitud.
Este tema del deseo, aunque subterráneo, reaparece con frecuencia en la serie. Todos los protagonistas, cada uno a su manera, experimentan este letargo existencial, que a veces toma la forma de descomposición, a veces de apatía y a veces de huida. A menudo hay una falta de comunicación real entre ellos y, sobre todo entre los antiguos cónyuges, porque lo que les separaba en su matrimonio era precisamente el hecho de que ya no compartían nada, de que se atrincheraban tras máscaras sociales vacías que no tenían en cuenta a la persona en su totalidad. En esto, La nueva vida de Toby es, en efecto, una serie no trivial, porque toca sin simplificar aspectos esenciales de la vida adulta (independientemente de la clase social o el lugar de origen). Tiene en su filigrana una posición de última esperanza y la posibilidad de aceptación de la realidad, incluso en su carácter contradictorio. Habla de una humanidad «a trozos», fragmentada, en la que cada persona intenta aceptar su propia existencia tratando -unos más, otros menos-, de reprimir un grito interior. Pero a veces la realidad ya no permite esta suspensión y, con la desaparición de Rachel, los problemas entran en ebullición. Cada uno tendrá que asumir -incluida Rachel- sus propios demonios interiores y la autora sugiere que una forma de intentar sentirse mejor puede buscarse en el compartir, en el consuelo que los demás pueden darnos. Lo cual no resuelve el drama pero lo hace más llevadero. Porque elimina la soledad. Y compartir implica necesariamente confiar en el otro, intentar volver a desear.
Gaia Montanaro
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